¿Raúl Ruiz en Hollywood? Sí, así es. En 1998. Ruiz fue capaz de cruzar la frontera. Se dio ese lujo. Fue capaz de ir y volver. Fue capaz de ceder ante las estandarizaciones de la industria, pero sin abjurar de los principios básicos de su filmografía. Y fue capaz de no atrincherarse en el lado de las vanguardias, desde cuya marginalidad bien podría haberse vanagloriado. Iluminador resulta, entonces, saber que las contradicciones contenidas en sus películas también fueron parte su vida. Una carrera tipo Dr. Jekyll y Mr. Hyde, como reconoció en una de sus últimas entrevistas.
Imágenes de muerte fue el trabajo a que unió a Ruiz con la factoría estadounidense. En colaboración con el productor Barbet Schroeder y el guionista Duane Poole, el cineasta nacido en Puerto Montt refuerza aquí sus premisas autorales: la tensión entre realidad e ilusión, entre verdad y simulacro, tanto cinematográfica como representacional. En el papel, esta cinta se inscribe en el género del thriller psicológico, pero tiene argumento de melodrama. Raro. También es raro que estas coordenadas den para perderse: buena parte del suspenso proyectado no responde a ninguna lógica de causalidad.
Jessie (Anne Parillaud) trabaja asesinando hombres por encargo. Laura (Lissane Falk) le paga para liquidar a Brian (William Baldwin), su ex marido, con quien Jessie comienza a tener un romance. Mientras tanto, otra Jessie – ¿otra? ¿La buena? – acaba de casarse con Brian y juntos han viajado a Jamaica para pasar su luna de miel. En el hotel donde llegan a hospedarse los recibe Paula Quinn -¿o Laura Quinn?-, personaje encarnado también por Lissane Falk. Dicho esto, y para no aumentar la magnitud del enredo, mejor no seguir.
No es descaminado pensar que Imágenes… le dejó a Ruiz un sabor amargo. Al director de Tres tristes tigres le gustaba equilibrar trozos de pastel con trozos de vida y el resultado en esta pasada dejó a los primeros asfixiando a los segundos. En efecto, debió dotar a su montaje de demasiada espectacularidad, aceptando además la depravación actual del cine americano contemporáneo que el mismo denunciaba: la inadecuación entre el tiempo de la historia y el tiempo cinematográfico.
En contrapartida, sí pudo establecer ese habitual aproximación a lo irracionalizable, a la conciencia disociada y a la complejidad del mundo fenoménico. A ese tejido incoherente y reversible de eventos, azares, acciones e interacciones, que Ruiz a lo largo de su obra escenificaba sin hacer gala de una erudición que, desde luego, poseía. En cambio, prefería desplegar sentido del humor. Tomar distancia de cualquier forma de verosimilitud dramática.
Pueden ser dos filmes, cada cual con una secuencialidad independiente, pero bajo una misma nominación. O bien, sólo un filme de tramas paralelas que alternan, convergen y se afectan. Ruiz nunca deja en claro quién sueña y quién permanece en vigilia. Si es que no son ambas quienes sueñan o ambas quienes están en vigilia. Cuando hacia el final, Imágenes… se inclina a responder dichas preguntas, los planos de cierre, con dos Jessies reflejándose a través de un espejo, acentúan la perplejidad y aniquilan la complacencia.
Luego de lo que se pretendió explicar, ¿queda un poco más legible el panorama? De no ser así, más de una razón hay para justificar estos eventuales palos de ciego. Porque resulta una pérdida de tiempo atar los cabos para entender lógicamente el puzzle. Porque a ratos nuestras capacidades perceptivas soslayan aparentes trivialidades. Porque su cine es paquidérmico en términos de interpretaciones y lecturas. Porque es casi una imprudencia reducir siquiera una cinta suya a siete párrafos.
SHATTERED IMAGE (1998) Dirección: Raúl Ruiz Con: William Baldwin, Anne Parillaud, Lisanne Falk, Graham Greene. 103 min.
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